Siempre he alabado la forma de vivir en los pueblos pequeños. Cierto
es que vivo en uno que está muy cerca de la capital, aunque esa capital sea también como un pueblo grande, que no deja de
ser capital, y al que, acudimos en 20 minutos a cualquier cosa que necesitamos
o a cualquier actividad que nos interese y se celebre allí etcétera, etcétera…
A pesar de que a veces nos quejamos de
infinidad de cosas (somos un país de
protestones, esta claro…), de si aquí no se hace esto, o aquello, de que la
gente es chismosa, que se meten en la vida y milagros de cada uno…
¡Ainss! Si viviéramos
en la capital comprobaríamos como allí también ocurre lo mismo, en cada barrio,
en cada bloque de viviendas, en cada urbanización, en los centros médicos, en
las tiendas de barrio, en las peluquerías., en las reuniones de la comunidad,
en el bar con los amigos.. ¡Pero si es que esto forma parte de la idiosincrasia
del pueblo español!
Los pueblos los
hacen las personas, y en todas partes las hay de todas las categorías, mejores
y más mejores.
Y entre las muchas
cosas que hacen especial a los pueblos, están las relaciones personales entre su
gente, la cercanía de los habitantes y ese trato que se fomenta entre todos en
muchas ocasiones.
Llegado el verano,
se acrecienta algo que me causa mucha curiosidad y no es solo lo de salir a
tomar el fresco a la puerta de la calle, que es una actividad que me encanta
ver, y que se está perdiendo porque ya somos más cómodos, más delicados, y
ahora nos metemos en casa con el aire acondicionado y una rebequita puesta.
No, no es a eso a lo
que hacía referencia, quería decir que en verano se activa el botón del tráfico
de frutas y verduras.
Me explico, de
siempre fue así, pero un poco menos que ahora.
Antes, los que tenían
un huertito con producción regular, ó gran producción, lo explotaban como medio
de vida o como ayuda para aumentar un poco sus ingresos familiares. Con el paso
de los años, los huertos se fueron abandonando cada vez más y muchos, la mayoría
desaparecieron como tales. La crisis de estos años atrás, hizo que empezaran a
florecer, pero no ya los grandes, sino pequeños huertitos que servían para
sustento familiar y poco más. Y los que estaban sin trabajo y comenzaron a crearse
sus propios huertos, vieron de nuevo la ventaja, ya olvidada casi, del rico
sabor de unas lechugas o unas berenjenas cogidas del huerto a la mesa y se empezó
a recuperar un poco el gusto por la agricultura, y más en concreto por la
horticultura.
Y poco a poco hemos
ido dando lugar a lo que yo llamo tráfico de frutas y verduras, el único porque
el que no te van a condenar y que no es otro que el intercambio de lo que cada
cual tiene en demasía en su casa, en su huerto, de lo que excede de sus
necesidades y que comparte con familia,
amigos y vecinos.
Es imagen habitual ver en estos meses como se
pasan bolsas de unas casas a otras, con calabacinos, berenjenas, pimientos, judías
verdes, pepinos y tomates, amén de sandias y melones y alguna que otra pera y melocotones.
El huerto va dando cosas a lo largo de otros
meses pero es ahora cuando más materia
prima crece y se desarrolla y hay que aprovechar a consumirla en cantidad.
Es una imagen tan
estupenda, que no debería desaparecer
nunca. Y claro, que alguno pensará que es que como yo no tengo huerto, me viene
muy bien lo que recibo.
Pues sí, me viene de
perillas porque me gusta la verdura, y no me sabe igual. Pero yo soy de una máxima
que aprendí de mi madre y es que “Manos que no dais ¿Qué esperáis?”, y creo que de una
manera u otra todo lo se dá se acaba
recibiendo de vuelta de alguna otra forma.
En todos los órdenes
de la vida.
Espero que con los
años de bonanzas que nos han de venir, no sé cuándo, pero no hay mal que cien
años dure y vendrán, que con esa bonanza no se vuelvan a olvidar estas costumbres.
Y con ellas nos olvidemos o se olviden
de dos cosa muy importantes, la tierra es la que nos va a abastecer de
alimentos siempre, no podemos, ni debemos abandonarla y el tráfico de verduras
hace que nos sintamos más cercanos unos a otros.